La esperanza de los olvidados
Dicen que lo más duro de un reto no es llegar, sino mantenerse. Y esa afirmación cobra aún más fuerza cuando se trata de retos en los que la competitividad y el afán por hacerse un hueco forman parte del juego, consiguiendo que la carrera por ser tu mejor versión esperando que eso sea suficiente se convierta en una lucha encarnizada de egos, ilusiones y ética de trabajo.
Todos sabemos que en la NBA no solo basta con escuchar tu nombre de la boca del Comisionado de la Liga mientras sostiene una gorra y el logotipo de tu futuro destino se refleja en una pantalla gigante, dando a entender que, en ese momento, tu eres el centro de atención en todo el mundo, sin importar husos horarios, ni religiones ni estilos de vida. Ese momento no es más que la culminación de una extenuante carrera que comenzó, en el mejor de los casos, a los 12 o 14 años, y a su vez, representa el comienzo de una nueva etapa en la que cambiará tu vida y la de los que están a tu lado para siempre.
Pero ¿qué sucede si esa nueva etapa comienza con una lesión, un sistema de juego que no entiendes, una franquicia que no apuesta por ti, o un estado mental que no hace más que frenar tu evolución y, debido a esto no encuentras una manera de sentirte cómodo para aportar a tu equipo todo lo que tienes dentro de ti?
Aunque no necesariamente todo ha de torcerse durante los primeros años de carrera profesional, sí son muchos los nombres propios que sirven de paradigma ante esta situación, situándose entre los más ilustres el de Delonte West, al que sus problemas de bipolaridad terminaron lastrándolo y relegándolo a un puesto en la sociedad como “homeless” para que, tras conocerse dicha situación por los medios de comunicación, Mark Cuban lo recogiese de la calle para ofrecerle un tratamiento completamente pagado con el único objetivo de su recuperación física y psicológica.
También conocemos la historia de Greg Oden, que fue castigado con una fulminante lesión, la cual lo tuvo apartado de las canchas durante todo su año Rookie y de la que no pudo jamás terminar de recuperarse, siendo obligado a cambiar de aires para finalmente jugar su último partido en la mejor liga del mundo en 2015, con 27 años.
El caso que más ha sonado en los últimos años ha sido el de Isaiah Thomas, quien supo reclamar la titularidad en un equipo como los Celtics, donde llegó a promediar 28.9pts y 5.9ast con un más que decente 46.3% de tiros de campo, sobre todo teniendo en cuenta su corta estatura (1.75m). Y todo esto antes de que llegara un devastador traspaso a Cleveland que envió a Kyrie Irving a Boston a cambio de sus servicios en el estado de Ohio. Este traspaso fue un punto de inflexión para la carrera de Isaiah y, tras vagar por varios equipos de la liga, acabó jugando en Pro Am, quedándole la horrible sensación de “juguete roto” que solo sirve para participar en una liga menor, y brindándonos una gran muestra de esta sensación tras anotar 81 puntos el pasado 8 de mayo, cuando al finalizar el encuentro se pudo captar con la cámara a un desgarrado Thomas, llorando sin consuelo mientras repetía de manera atropellada “se han rendido conmigo” como si de un mantra se tratase, haciendo referencia a su falta de oportunidades en la NBA.
Los protagonistas de los ejemplos citados en los párrafos superiores al menos han podido competir al más alto nivel de una manera más o menos constante, pero ¿qué pasaría si ese ese jugador ni siquiera llegase a escuchar su nombre en la ceremonia del Draft, pese a que todo su entorno, sus trofeos y sus números podrían ser prueba legítima de su derecho a pertenecer a esta exquisita selección?
Y es que existe un gran número de personas que, pese a su excelsa progresión y las convencidas promesas que ha recibido durante sus años en el instituto y universidad, no alcanza, y puede que nunca llegue a alcanzar su sueño de pertenecer a la élite mundial del baloncesto. Otros, sin embargo, si que han llegado a saborear el dulce néctar del primer contrato con la franquicia aún al no figurar en el club de los 60 elegidos de esa promoción, o quizá han logrado agarrarse a ese peligroso clavo ardiendo denominado “10 days contract”.
Ese contrato de 10 días no asegura al jugador que vaya a tener los minutos suficientes para demostrar su valía en el campo, y ni siquiera que vaya a salir a la cancha durante el transcurso de dicho acuerdo. Tampoco le asegura que vaya a cumplir todos y cada uno de los días de contrato ya que, si el cuerpo técnico lo considerase necesario, se podría rescindir el contrato en cualquiera de esos 10 días.
Hay que entender que estos contratos suelen darse por bajas inesperadas que afectan directamente a la rotación de la plantilla por falta de efectivos en esa posición, y también que, tras finalizar el primer contrato, se puede realizar otro más por otros 10 días, siendo obligatorio el ofrecimiento del contrato por parte de la franquicia por el resto de la temporada si este segundo acuerdo se quisiera prorrogar.
Son numerosos los testimonios recogidos de diferentes jugadores relatando cómo esta estresante situación los lleva irremediablemente al límite, tanto física como mentalmente, debido a la acuciante necesidad de demostrar que se aprenden las jugadas, que siempre están los primeros en el gimnasio, que constantemente demuestran una gran química y apoyo con jugadores a los que acaban de conocer, y todo eso unido a la extenuante incertidumbre y esa lucha por no abandonar la idea de que merecen pertenecer a La Liga.
Sin embargo, y pese a que muchos jugadores que no han llegado a tener éxito en la NBA se marchan al extranjero, existe un colectivo silenciado pero altamente frustrado aunque lleno de ilusión y esperanza que, tras ser rechazados en algún temprano punto de su carrera, siguen conservando ese sentido de pertenencia a la más alta competición.
Estas personas, alentadas por el espíritu nacional del Sueño Americano y la tan arraigada sensación de vivir en La Tierra de las Oportunidades, llegan a entrar en una peligrosa espiral en la que, aferrándose de manera desproporcionada a la idea de cumplir sus sueños, abandonan estudios, trabajos e incluso se aíslan de su vida familiar para, tan sólo, entrenar con el objetivo de estar preparados mientras esperan una llamada que nunca recibirán y por la que pueden llegar a esperar años. Huelga decir que la situación económica y emocional de estas personas se ve inevitablemente afectada, haciéndose más acuciante la sensación de necesitar estar más preparado con vistas al momento en el que contacten con ellas, pues sin experiencia previa en la liga, esos 10 días podrían llegar a suponer unos ingresos de $61.528 durante la pasada temporada 20/21, llegándose a ampliar hasta los $100.000 tras poco más de un año de experiencia en la competición.
Lo que estos “luchadores” no parecen conocer, son las ínfimas posibilidades que un estadounidense vinculado al mundo del baloncesto tiene de llegar a ser un profesional. Y sí, tal y como he especificado, si hay alrededor de 500.000 jugadores de baloncesto en los institutos norteamericanos cada año, 16.000 llegaría a jugar en cualquiera de las tres divisiones de la liga universitaria. Esto termina dejándonos con 110 personas que jugarían, al menos, un partido de NBA en sus carreras, mostrándonos que las posibilidades antes mencionadas se colocan en 1 entre 3.333 (0.03%).
Dadas estas cifras, que por supuesto se verían drásticamente afectadas si se aplicaran a cualquier joven talento Europeo, cuesta pensar que haya una oportunidad más allá de la increíblemente improbable coincidencia de necesidades y casualidades para unas personas que no han estado presentes ni involucrados en la liga de manera reciente.
Quizá a este tipo de situaciones y vicisitudes se referían los antiguos griegos cuando mentaban la famosa caja de Pandora, la cual albergaba todos los males del mundo, incluyendo el único de ellos que se quedó dentro, que no fue otro que La Esperanza.
Post: Javier Navarro
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